Uno tiene la mirada siempre en lo alto, el charco ya fue cruzado con dos orejonas y varios campeonatos, la historia del niño pueblerino hecho estrella. Rojinegro de cuna, príncipe mexicano en Mónaco y consagrada estrella del firmamento más espectacular de los últimos años que juegue futbol. El otro tiene la mirada en el pasto (por su distinguida espalda mochilera), también cruzó el charco hacia Valladolid pero extrañó las bondades de las damas mexicanas, del barrio a la inmortalidad imaginaria. Azulcrema de sepa, rayo y escualo de castigo, guerrero y chicano por dinero y máximo referente popular de nuestro ideario colectivo de ser mexicano. Uno juega en algodones, canta en las mejores fiestas y sale en comerciales de galán. El otro juega sin espinilleras ajustadas, canta pero en sus bares y sale en comerciales donde siempre la hace de jamón. Ahí radica la identidad desconocida del mexicano, la antropología y ese destello bipolar de una cultura que come y transpira futbol con sus pilares opuestos. Los dos viven sus últimos años como profesionales. Los dos son los más amados y respetados en este deporte. Pero hoy uno sigue siendo el hombre que busca cada pretexto para no viajar a los partidos moleros y en potreros de nuestra verde para regresar los más pronto posible a la titularidad del Barcelona y el otro busca todos los pretextos para matarse por el tri y regresar al América de sus amores. México y su afición viven con sus dos grandes referentes. Rafael Márquez el zaguero indomable, el elegante y el bastión del cuadro bajo. Cuauhtémoc Blanco el creativo indecente, el gambetero y el motor de nuestra ofensiva. La selección mexicana tendrá 8 meses para trabajar y soñar con ese quinto partido, pero hoy puedo asegurar que mucho dependerá de cómo trabajen estos dos futbolistas para desatar sus identidades y así alcanzar con nuestra respectiva y realista medida la grandeza necesaria en la Copa del Mundo para jugar los cuartos de final. ¡Bienvenidos, bienvenidos! Al mundo de la identidad desconocida.
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